Hay personas que me hacen la Gran Pregunta: “¿Por qué te gusta
tanto tu trabajo?”. Siempre respondo lo
mismo, quizás porque mi respuesta siempre ha estado en mi corazón desde que decidí
dedicarme a la cocina en cuerpo y alma. Me gusta mi trabajo porque, a pesar de
lo duro que puede resultar a veces, para mí no lo es. Cocinar es mi pasión, y
la pasión es lo contrario de la desgana y la apatía. Es entusiasmo, alegría,
goce… Por eso me gusta mi trabajo.
Otra cosa es todo lo que rodea a ese núcleo de Pasión que me sigue
motivando tanto o más que el primer día. Los que sois autónomos me
comprenderéis a la perfección. Cuadrar cuentas, hacer papeleo, ajustar gastos,
rezar para que ningún imprevisto haga bailar peligrosamente la cuerda floja en
la que nos movemos… ¿Qué os voy a contar? Paradójicamente, cuando eres tu
propio jefe te conviertes en el jefe más severo, porque tu margen de maniobra
es mínimo.
Os seré sincera. Muchas veces, tras la sonrisa que me provoca el
éxito de un catering, de una fiesta, de una receta especial, se ocultan algunas
lágrimas por tener que bregar con factores que, en principio, deberían ser
ajenos a lo que de verdad me importa, esto es, dar de comer y disfrutar con la
satisfacción de los comensales, ver esas caras de felicidad…
Sí, llega un punto en el que estoy saturada, los números bailan en
mi cabeza, se retuercen como piezas de un puzzle que no encaja, y es entonces
cuando necesito evadirme, abrir una cervecita o servirme una copa de vino y…
cocinar. Sí, lo sé, soy incorregible, pero es lo que me gusta. Os podrá
resultar paradójico, pero lo que me ayuda a olvidar los sinsabores de llevar un
negocio yo sola es volver a la esencia, a lo que me hizo abandonar un trabajo
seguro para embarcarme en una aventura incierta: cocinar, cocinar y cocinar. Me
gusta, para esos momentos de “kit kat”, elaborar una receta más especial, algo
arriesgado, experimentar, jugar con los fogones como una alquimista con
delantal.
Hoy ha venido Román y me ha traído un vino de La Luna para probar,
concretamente un verdejo de Enate, y ayer Pedro, de la carnicería La Despensa,
me ofreció unas crestas, además de un delicioso cordero lechal a un precio
irresistible. Así que ayer dediqué la tarde a preparar una caldereta y hoy me
voy a recrear en las crestas, que hace mucho que no comía.
Sé que ya tenéis una receta de crestas muy comentada aquí, pero
hoy he decidido prepararla de otra manera, para darle al vino la oportunidad de
ser también protagonista de este plato. He decidido prepararlas en una especie
de escabeche con pimentón de la Vera y un verdejo muy prometedor. Así, que, con
vuestro permiso, voy a proceder como dice el dicho, esto es, abriendo un
vinito, sirviéndome una copa y colocando un buen fondo musical que amenice este
rato de placer. Un buen delantal y ¡Ea, al lío!
Permitidme que os hable un poco de las crestas, que ya me parece
estar viendo la cara de disgusto y asquete de algunos. Pues no. De verdad. ¡Es
pollo y sabe a pollo! Otra cosa ya es la textura. Sí, son un poco gelatinosas,
suaves en boca y al mismo tiempo consistentes. Entiendo que al principio os
pueda costar un poco, pero hacedme caso: probadlas y luego juzgad. Creo que os
llevaréis una gratísima sorpresa. Superada la “cosica” inicial, os aseguro que
atacaréis este plato con gusto y disfrutaréis de este manjar.
Y sin más, vamos a la elaboración…
INGREDIENTES:
1 kg de crestas
Pimienta en grano (12-15 bolitas)
1 cucharada Pimentón de la vera y media cucharadita de pimentón
picante
Dos cucharadas soperas de salsa de tomate
Una cebolla mediana troceada en brunoise
Tres dientes de ajo laminados
220 ml vino blanco
180 ml de vinagre
100 ml de aceite de oliva Virgen extra (Olimpo)
Sal y laurel.
ELABORACIÓN:
Para empezar, debemos repasar bien las crestas, que a veces pueden
traer pieles o restos de pluma. Una vez bien limpias, las ponemos en una olla,
cubiertas de agua con un poco de sal. Una vez que empiece a hervir, comenzará a
salir una espumilla a la superficie. La retiramos con una espumadera y
cambiamos el agua.
Herviremos las crestas en agua con unas bolas de pimienta, sal y
unas hojas de laurel, entre veinte minutos y media hora en la olla a presión.
Mientras, prepararemos el sofrito. Este “escabeche” que he hecho
hoy quizás se salte algunas de las normas de lo que sería un escabeche al uso
Yo he empezado por freír una buena ajada y añadirle el pimentón, ya que la
salsa de tomate y la cebolla las tenía previamente fritas. Normalmente, al
escabeche le suelo poner todos los ingredientes en crudo, y hoy va todo frito.
Así que, ciñéndonos a lo estricto, de escabeche solo tiene el pochado con los
caldos (vino y vinagre), pero ya os he dicho que en la elaboración de mis
“recetas desestresantes” me permito algunas licencias…
Una vez que estén dorados los ajos, añadiremos el pimentón, con
cuidado de que no se nos queme. Enseguida, la salsa de tomate y la cebolla.
Removeremos bien y echaremos el vino y el vinagre.
Llegados a este punto, será el momento de incorporar las crestas,
escurriéndolas de su caldo, que usaremos solo para cubrirlas una vez que las
hayamos pasado todas al “escabeche”, si no quedaran del todo sumergidas en la
salsa.
Las dejaremos a fuego medio otra media horita, más o menos, bien
tapadas. La salsa reducirá bastante y las crestas quedarán blanditas y jugosas.
Un plato de los de antes, que sorprende a los de ahora. No dejéis
de probarlo y, sobre todo, de disfrutar cocinando.
Un saludo.
En Catalunya, "tocarle la cresta a alguien" equivale a "tocarle las narices", o sea, que me quedo con tus crestas. A ver si algún día puedo probarlas. Prometo intentarlo.
ResponderEliminarEl primer bocado es el raro... Los demás ya son un vicio. Verás qué ricas!
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